martes, 10 de noviembre de 2009

Un poco de nada

Quizás uno pueda pasar varias veces por el mismo lugar y ver, cada una de las veces, diferentes cosas. El otro día me encontré, sin quererlo, con una imagen que, podríamos decir, me descolocó. Me vi de pronto sonriendo donde nunca lo hago. Estaba caminando por Bartolomé Mitre y Florida, al mediodía, entre toda esa gente que sale al mismo tiempo a comer; aunque nunca se preguntaron si eso de salir todos juntos no se parece, aunque sea en algo minúsculo, a los animales de corral que se mueven al compás de campanas y horarios prefijados. Vamos hacia el mismo lugar entre las 8 y las 10; volvemos, todos juntos también, entre las 17 y las 19. Nos apilamos en los medios de transporte público y el tránsito como ganado.
A esto nos acostumbramos. El hombre, animal de costumbre si los hay, vaga en este devenir de cosas con total naturalidad. Pocos, muy pocos, se preguntan a donde van al subir diariamente a un colectivo, subte o taxi, simplemente van. Con o sin ganas. Con o sin quererlo. Yo, aunque haga de estas líneas un tratado en contra de esta costumbre, soy parte del ganado también, aunque no lo quiera, aunque reniegue de ello. Soy uno más de aquellos que no se cuestiona el por qué, o si me lo cuestiono, dejo vencerme por la comodidad de no tener que enfrentar aquello que nos hace mal y tiene que ver, directamente, con cuestionamientos personales.
Volvemos al mediodía de Bmé. Mitre y Florida. Lunes al mediodía para ser más exactos. Justo a mitad de cuadra, viniendo por Mitre, de mano izquierda hay unos edificios imponentes, uno de ellos, si mal no recuerdo, pertenece al Santander Río. Ambos ya habían cerrado sus puertas y en medio de toda esa vida que suele ser el centro a las 15hs. daban un aspecto de desolación y vacío muy profundos.
Pero vuelvo a irme por las ramas y eso no es lo que quiero. En la puerta de uno de estos, el del Santander Río, para ser más exactos, se encontraban dos linyeras (o crotos, o vagos, o-para parecer de San Isidro- homeless). Vestidos en verdaderos harapos, uno de ellos estaba durmiendo sobre algunos cartones y pedazos de colchón roto. Poco quedaba de colchón, es realmente una injusticia llamarlo así, pedazos de goma espuma es lo que le cuadra mejor. Envuelto en todas sus pertenencias –que no eran muchas, déjenme decirles- dormía tranquilamente, como si por su lado no pasarían camiones de caudales, autos, motos y gente caminando. Parecía como si ese mundo no fuera el de él, como si lo rodeara algo que lo trasladaba a otro universo.
Pero no es de él de quién quería hablar. Junto a él había otro corto –o linyera, o vago o homeless- que no dormía. En sus manos poseía un diario Clarín y una birome Bic azul. En realidad, ahora que recuerdo no tenía todo el periódico sino solamente algunas pocas páginas de él. Con su birome, estaba finalizando de completar el Sudoku, nivel intermedio por lo que llegué a divisar, el primero –más fácil- ya estaba terminado y el otro ni siquiera empezado. Alguno intentó resolver este juego alguna vez? Se los recomiendo, es por demás interesante y para nada fácil. Aquí quiero detenerme. Realizar bien este tipo de juegos es bastante complicado. Pocas veces he logrado hacerlo. Requieren de una inteligencia, o de una parte de ella, pero de lo que si se necesita es un alto grado de concentración.
Es ahí, en ese preciso instante que me pregunté: ¿Qué loco, lejos está esa imagen de lo que siempre me hablan y me hablaron de esta gente? Por qué llamarlos vagos entonces. Cómo es que esta persona, capaz de resolver esto a lo que yo apenas me animo a encarar –no me gusta darme cuenta de las limitaciones de mi inteligencia- se encuentre en esta situación. Recordaba haber leído alguna vez la diferencia entre el croto y el sin techo. Tiñendo al croto de ideologías anárquicas de aquel que logró librarse de las prisiones materiales y vivir en libertad. Libertad difícil de sostener en el tiempo rodeado de los peligros de la civilización no humanos, es decir, bacterias, virus y demás enfermedades que nos rodean a modo de prisión bacteriológica. Pero entendí que algo distinto había en él a aquel que la vida de las drogas o el alcohol, o alguna desgracia familiar había dejado vencido en la calle. Porque si bien eso podría haber pasado era de esperar que tuviera la capacidad y/o inteligencia suficiente para salir de ese lugar y volverse a levantar, por duro que haya sido el golpe.
La duda me comía la cabeza. Siempre me atraparon estos personajes. Lejos de tenerles lástima me apasionaba tratar de comprenderlos. Como aquel con quién había hablado hacía tiempo, Juan creo que se llamaba. Dormía en una galería cerca de casa junto a otros dos, en caballito. Un día dejé de verlos. Juan –si es que así se llamaba- era dibujante y nunca había probado, en sus sesenta años, un yogurt. Había sido arquero de primera, según el contaba, y todavía recordaba aquel penal que había detenido, atajando en la reserva de Temperley contra San Lorenzo. Luego una desgracia familiar le había quitado las ganas de luchar y, ante todo, las ganas de ser feliz.
Decía que siempre me interesó conocer el por qué de estas personas. Qué fue lo que los llevó a estar en esa situación o si realmente –como me gusta imaginarlo- fue una elección completamente libre y racional. Crucé la calle en busca de esa respuesta. Lenta y tímidamente me acerqué para hablar pero, a pesar de mi cercanía, el no levantó en ningún momento su vista de la hoja del diario. Cuando de mis labios iba a salir el saludo me detuve. Pensé en mi derecho a interrumpirlo y sacarlo de lo que estaba haciendo. Acaso podía molestarlo y hacerlo sentir incómodo. Di media vuelta y me fui. En menos de 20 minutos cerraba el banco y quizá no llegaba a tiempo.

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